La forma en que nombramos las cosas define cómo las percibimos. Cuando hablamos de “recursos naturales”, estamos asumiendo que la naturaleza es un inventario de materias primas listas para ser explotadas. Pero, ¿y si en lugar de recursos habláramos de bienes naturales?
¿Cuál es la diferencia?
• Un recurso es algo que se usa, se extrae, se consume. Se piensa en función de su utilidad económica o productiva.
• Un bien es algo con valor en sí mismo. No está ahí solo para ser aprovechado, sino que forma parte de un sistema del que también dependemos.
Llamar “recurso” a un bosque implica que su propósito es ser talado. Llamarlo “bien natural” nos recuerda que es un hogar para miles de especies, que regula el clima, que sostiene el suelo y que genera oxígeno.
El impacto de las palabras
El lenguaje moldea nuestras decisiones. Cuando vemos el agua como un simple “recurso hídrico”, abrimos la puerta a su sobreexplotación, olvidando que es un bien esencial para la vida. Cuando llamamos “capital natural” a los ecosistemas, los reducimos a activos dentro de un modelo financiero, en lugar de reconocer su valor intrínseco.
Esta forma de pensar nos ha llevado a crisis ecológicas, porque nos coloca como dueños y no como parte de la naturaleza. Si cambiamos nuestra manera de nombrar, cambiamos nuestra manera de actuar.
¿Y si cambiamos la narrativa?
• En lugar de hablar de “explotación de recursos”, podemos hablar de gestión de bienes naturales.
• En lugar de ver la naturaleza como un almacén, podemos verla como un sistema interconectado.
• En lugar de medir el éxito en términos de extracción, podemos medirlo en términos de regeneración y equilibrio.
El mundo no es un catálogo de cosas a nuestra disposición. Es un sistema vivo del que dependemos. Y la forma en que lo entendemos empieza por la forma en que lo nombramos.
¿Qué te parece este enfoque? ¿Quieres que ajuste algo?
Comunicación ambiental: cuando el mensaje importa tanto como el problema
Sabemos que el planeta enfrenta desafíos enormes: cambio climático, pérdida de biodiversidad, contaminación… Sin embargo, la información está ahí, los datos son claros, y aun así, parece que no estamos reaccionando lo suficiente.
¿Por qué? Porque no es solo cuestión de conocimiento, sino de cómo lo comunicamos.
El problema del discurso catastrofista
Muchos mensajes ambientales se basan en el miedo: “El planeta está muriendo”, “Nos queda poco tiempo”, “Si no cambiamos, nos extinguiremos”. Aunque la crisis es real, este tipo de discurso puede generar parálisis en lugar de acción.
Cuando las personas sienten que todo está perdido, es más fácil rendirse que intentar cambiar algo. El desafío es encontrar un equilibrio: ser claros con la urgencia, pero sin quitar la esperanza.
Cómo hacer que el mensaje conecte:
De lo abstracto a lo cercano
• “El cambio climático aumentará la temperatura global” → Frío e impersonal.
• “Las olas de calor serán más frecuentes y largas, afectando nuestra salud y cultivos” → Concreto y tangible.
De la culpa a la acción
• “El ser humano está destruyendo el planeta” → Genera rechazo.
• “Podemos rediseñar nuestras ciudades para reducir el impacto ambiental” → Ofrece soluciones.
De los datos a las historias
• “El 90% de los corales están en peligro” → Importante, pero distante.
• “En Australia, un grupo de científicos está cultivando corales resistentes al calor para restaurar arrecifes” → Inspira y humaniza el problema.
De la obligación a la inspiración
• “Debes reciclar más” → Impone una carga.
• “Cada botella reciclada puede convertirse en ropa deportiva o mobiliario urbano” → Muestra el impacto positivo.
Ajustar el discurso para generar cambio
No basta con informar, hay que emocionar. No basta con advertir, hay que motivar. No basta con hablar de problemas, hay que contar historias de soluciones.
Porque la sostenibilidad no es solo una cuestión técnica: es una transformación cultural. Y las palabras que usamos pueden hacer la diferencia entre la indiferencia y la acción.